O jornal espanhol El País publica, no dia 13 de outubro de 2008, artigo de autoria de Roberto Gargarella, que trata sobre as novas constituições latino-americanas.
Cambiar la letra, cambiar el mundo
TRIBUNA: ROBERTO GARGARELLA
Las reformas constitucionales de Venezuela, Bolivia y Ecuador son una reacción al neoliberalismo de los años noventa. Introducen derechos sociales y otros elementos positivos, pero tienden a reforzar el presidencialismo
En el último año, Ecuador, Bolivia y Venezuela han hecho intentos significativos por modificar sus respectivas Constituciones. De alguna manera, estos tres países han inaugurado una nueva oleada de reformas en Latinoamérica, que se suma a dos oleadas anteriores que tuvieron lugar durante el siglo XX. La primera de ellas se produjo hacia finales de los años 40, y se dirigió fundamentalmente a incorporar los derechos sociales que habían sido dejados de lado por las viejas Constituciones. La segunda oleada se dio entre mediados de los años 80 y 90, y tuvo múltiples finalidades, incluyendo la de expandir los compromisos sociales ya asumidos; ampliar las oportunidades para la participación política, y, tímidamente, la de moderar el carácter híper-presidencialista de los sistemas de gobierno predominantes en la región. Frente a ellas, estas nuevas Constituciones acentúan muchos de los rasgos propios de las reformas del siglo XX, desafiando los aspectos más liberales (entendiendo por "aspectos liberales" aquellos más "favorables al libre mercado") de las anteriores. De un modo radical, los nuevos proyectos constitucionales vienen a acompañar -con una retórica cercana a, o más propia del socialismo- a un movimiento regional de reacción frente a las políticas neoliberales dominantes durante los años 90.
En su favor, habrá que decir que las recientes reformas desafían la tradicional idea conforme a la cual la suerte de los países latinoamericanos se vinculaba con cuestiones sociales, económicas, políticas, culturales, pero nunca con temas institucionales. El nuevo presupuesto hoy vigente no requiere, de todos modos, caer en la ilusión de pensar que cambiando la Constitución se acaba con la pobreza o la inestabilidad política. De lo que se trata es de reconocer -como este nuevo movimiento constitucional lo hace- que los textos constitucionales importan, porque pueden -entre otras tareas- facilitar la salida de una crisis, o retrasar el ingreso a ella.
Por lo demás, estas nuevas Constituciones tienen la virtud de insistir muy especialmente en la integración social de los grupos sociales más desaventajados, reconociendo que la sistemática exclusión de ciertos grupos afecta directamente la validez del derecho. Las reformas son extraordinariamente ambiciosas a este respecto, lo cual se advierte fácilmente prestando atención a las detalladas listas de derechos que enuncian, y que hoy incluyen, por caso, los de las naciones y pueblos indígenas originarios, los de los niños y ancianos, los de los discapacitados, los de las personas privadas de libertad, etcétera. Por supuesto, podrá decirse que muchos congresistas han promovido estas reformas demagógica e irresponsablemente. Parece cierto, por lo demás, que estas interminables enumeraciones tornan a las nuevas Constituciones engorrosas y difíciles de leer. Es claro, asimismo, que la dificultosa realización de estos enunciados amenaza con socavar la propia autoridad de toda la empresa en juego. Sin embargo, moderaría en parte tales obvias críticas mencionando al menos un punto. Constituciones elegantes, austeras, casi monacales como la de los Estados Unidos -que no enuncian, siquiera, modestos derechos sociales- son en parte responsables de la violación de los derechos socioeconómicos de una parte importante de la sociedad norteamericana. La ausencia de cláusulas sociales ha sido usada muy frecuentemente por jueces y doctrinarios (en Estados Unidos, pero también en Latinoamérica) como razón suficiente para resistir la implementación de derechos sociales compatibles con la Constitución, requeridos por la población, y respaldados por la Legislatura.
El nuevo constitucionalismo regional, por lo demás, demuestra una valoración de las reformas procesales como condición para avanzar en la protección de los derechos individuales y grupales (por ejemplo, a través del reconocimiento de los intereses difusos, colectivos), y favorecer un más amplio acceso social a la justicia (multiplicando los recursos procedimentales para acceder a los tribunales; debilitando los formalismos requeridos para presentarlos; y mostrando apertura ante las nuevas demandas multiculturales sobre la justicia). Se trata de un esfuerzo no despreciable por transformar una justicia de clase en otra más permeable a las demandas ciudadanas.
Las nuevas reformas implican, asimismo, una clara defensa de la preservación del medio ambiente y de los extraordinarios recursos naturales con que cuenta la región. Unánimemente, ellas consideran a tales recursos como bienes a proteger por y para las presentes y futuras generaciones. Preocupaciones como éstas resultan importantes en tanto demuestran atención a lo que podríamos llamar las bases materiales del constitucionalismo. Sin embargo, como era de esperar, estas nuevas cláusulas han contribuido a detonar latentes tensiones interregionales.
Por supuesto, lo dicho no pretende negar ninguno de los obvios problemas que plantean estas Constituciones. En primer lugar, y como cuestión de técnica constitucional, conviene reflexionar sobre el valor del modelo de constitucionalismo detallado y minucioso por el que se ha optado. Por citar sólo un dato importante: la Constitución de Estados Unidos cuenta con sólo 7 artículos (a los que se agregaron 27 enmiendas), mientras que las nuevas Constituciones latinoamericanas tienden a superar los 400 artículos, lo que parece -cuanto menos- exagerado o innecesario. Una pregunta que surge es si la parquedad constitucional combatida era realmente incompatible con un constitucionalismo progresista y de avanzada. La respuesta, según entiendo, es negativa.
En segundo lugar, y ya adentrándonos en el contenido de estos nuevos textos, emergen inmediatas dudas sobre el sistema (híper) presidencialista que ellos afirman. Es cierto que, en ocasiones, las reformas crean nuevos mecanismos de control sobre el Ejecutivo (por ejemplo, el Congreso puede destituir al Presidente, en Ecuador, como el Presidente disolver al Congreso). Sin embargo, nadie puede dudar de que un motor de estas nuevas reformas ha sido la cláusula de la reelección presidencial, lo cual afecta el valor general de estas iniciativas: no es bueno que ninguna política pública se afirme en el propio interés de quien la promueve, por más habitual que ello resulte. Además, corresponde preguntarse si es compatible la exacerbada invocación que se hace a la participación política, con su insistencia en el valor del presidencialismo. Mi intuición es que no: los defensores de la participación política debieran combatir el (híper) presidencialismo, en lugar de preservarlo o reforzarlo, ya que la afirmación del mismo se encuentra en abierta tensión con el ideal de una comunidad que se gobierna a sí misma. La persistencia de este presupuesto (la compatibilidad entre el presidencialismo fuerte y una participación popular significativa) constituye, en mi opinión, el principal error del nuevo constitucionalismo regional.
Dado el notorio énfasis que estas nuevas Constituciones ponen en el valor de la participación popular, convendría agregar a lo anterior algunas preguntas. En primer lugar, ¿cómo es posible transformar tales oportunidades e invitaciones a la participación colectiva, en prácticas efectivas? ¿Qué particulares incentivos debieran proveerse, a tales efectos? ¿Cómo fomentar la virtud cívica que la participación política requiere? Y más todavía: ¿qué nuevos foros necesitan las energías cívicas que hoy encallan en instituciones preparadas para disolverlas? ¿Y cómo asegurar que la participación proclamada vaya de la mano de procedimientos de deliberación, transparencia y distribución de la información? ¿Cómo evitar, finalmente, el doble riesgo que aquí se enfrenta, es decir, el de la participación sin deliberación -que abre lugar a la manipulación política- y el de la deliberación sin participación -que crea la amenaza de un gobierno de élites-?
Los interrogantes que abren estas nuevas Constituciones son numerosos, pero en todo caso conviene no acercarse a las mismas con un habitual simplismo. Es cierto que estas reformas insisten en algunos caminos ya probados e infructuosos, pero también lo es que ellas son el trabajoso producto de luchas y aprendizajes de siglos.
Cambiar la letra, cambiar el mundo
TRIBUNA: ROBERTO GARGARELLA
Las reformas constitucionales de Venezuela, Bolivia y Ecuador son una reacción al neoliberalismo de los años noventa. Introducen derechos sociales y otros elementos positivos, pero tienden a reforzar el presidencialismo
En el último año, Ecuador, Bolivia y Venezuela han hecho intentos significativos por modificar sus respectivas Constituciones. De alguna manera, estos tres países han inaugurado una nueva oleada de reformas en Latinoamérica, que se suma a dos oleadas anteriores que tuvieron lugar durante el siglo XX. La primera de ellas se produjo hacia finales de los años 40, y se dirigió fundamentalmente a incorporar los derechos sociales que habían sido dejados de lado por las viejas Constituciones. La segunda oleada se dio entre mediados de los años 80 y 90, y tuvo múltiples finalidades, incluyendo la de expandir los compromisos sociales ya asumidos; ampliar las oportunidades para la participación política, y, tímidamente, la de moderar el carácter híper-presidencialista de los sistemas de gobierno predominantes en la región. Frente a ellas, estas nuevas Constituciones acentúan muchos de los rasgos propios de las reformas del siglo XX, desafiando los aspectos más liberales (entendiendo por "aspectos liberales" aquellos más "favorables al libre mercado") de las anteriores. De un modo radical, los nuevos proyectos constitucionales vienen a acompañar -con una retórica cercana a, o más propia del socialismo- a un movimiento regional de reacción frente a las políticas neoliberales dominantes durante los años 90.
En su favor, habrá que decir que las recientes reformas desafían la tradicional idea conforme a la cual la suerte de los países latinoamericanos se vinculaba con cuestiones sociales, económicas, políticas, culturales, pero nunca con temas institucionales. El nuevo presupuesto hoy vigente no requiere, de todos modos, caer en la ilusión de pensar que cambiando la Constitución se acaba con la pobreza o la inestabilidad política. De lo que se trata es de reconocer -como este nuevo movimiento constitucional lo hace- que los textos constitucionales importan, porque pueden -entre otras tareas- facilitar la salida de una crisis, o retrasar el ingreso a ella.
Por lo demás, estas nuevas Constituciones tienen la virtud de insistir muy especialmente en la integración social de los grupos sociales más desaventajados, reconociendo que la sistemática exclusión de ciertos grupos afecta directamente la validez del derecho. Las reformas son extraordinariamente ambiciosas a este respecto, lo cual se advierte fácilmente prestando atención a las detalladas listas de derechos que enuncian, y que hoy incluyen, por caso, los de las naciones y pueblos indígenas originarios, los de los niños y ancianos, los de los discapacitados, los de las personas privadas de libertad, etcétera. Por supuesto, podrá decirse que muchos congresistas han promovido estas reformas demagógica e irresponsablemente. Parece cierto, por lo demás, que estas interminables enumeraciones tornan a las nuevas Constituciones engorrosas y difíciles de leer. Es claro, asimismo, que la dificultosa realización de estos enunciados amenaza con socavar la propia autoridad de toda la empresa en juego. Sin embargo, moderaría en parte tales obvias críticas mencionando al menos un punto. Constituciones elegantes, austeras, casi monacales como la de los Estados Unidos -que no enuncian, siquiera, modestos derechos sociales- son en parte responsables de la violación de los derechos socioeconómicos de una parte importante de la sociedad norteamericana. La ausencia de cláusulas sociales ha sido usada muy frecuentemente por jueces y doctrinarios (en Estados Unidos, pero también en Latinoamérica) como razón suficiente para resistir la implementación de derechos sociales compatibles con la Constitución, requeridos por la población, y respaldados por la Legislatura.
El nuevo constitucionalismo regional, por lo demás, demuestra una valoración de las reformas procesales como condición para avanzar en la protección de los derechos individuales y grupales (por ejemplo, a través del reconocimiento de los intereses difusos, colectivos), y favorecer un más amplio acceso social a la justicia (multiplicando los recursos procedimentales para acceder a los tribunales; debilitando los formalismos requeridos para presentarlos; y mostrando apertura ante las nuevas demandas multiculturales sobre la justicia). Se trata de un esfuerzo no despreciable por transformar una justicia de clase en otra más permeable a las demandas ciudadanas.
Las nuevas reformas implican, asimismo, una clara defensa de la preservación del medio ambiente y de los extraordinarios recursos naturales con que cuenta la región. Unánimemente, ellas consideran a tales recursos como bienes a proteger por y para las presentes y futuras generaciones. Preocupaciones como éstas resultan importantes en tanto demuestran atención a lo que podríamos llamar las bases materiales del constitucionalismo. Sin embargo, como era de esperar, estas nuevas cláusulas han contribuido a detonar latentes tensiones interregionales.
Por supuesto, lo dicho no pretende negar ninguno de los obvios problemas que plantean estas Constituciones. En primer lugar, y como cuestión de técnica constitucional, conviene reflexionar sobre el valor del modelo de constitucionalismo detallado y minucioso por el que se ha optado. Por citar sólo un dato importante: la Constitución de Estados Unidos cuenta con sólo 7 artículos (a los que se agregaron 27 enmiendas), mientras que las nuevas Constituciones latinoamericanas tienden a superar los 400 artículos, lo que parece -cuanto menos- exagerado o innecesario. Una pregunta que surge es si la parquedad constitucional combatida era realmente incompatible con un constitucionalismo progresista y de avanzada. La respuesta, según entiendo, es negativa.
En segundo lugar, y ya adentrándonos en el contenido de estos nuevos textos, emergen inmediatas dudas sobre el sistema (híper) presidencialista que ellos afirman. Es cierto que, en ocasiones, las reformas crean nuevos mecanismos de control sobre el Ejecutivo (por ejemplo, el Congreso puede destituir al Presidente, en Ecuador, como el Presidente disolver al Congreso). Sin embargo, nadie puede dudar de que un motor de estas nuevas reformas ha sido la cláusula de la reelección presidencial, lo cual afecta el valor general de estas iniciativas: no es bueno que ninguna política pública se afirme en el propio interés de quien la promueve, por más habitual que ello resulte. Además, corresponde preguntarse si es compatible la exacerbada invocación que se hace a la participación política, con su insistencia en el valor del presidencialismo. Mi intuición es que no: los defensores de la participación política debieran combatir el (híper) presidencialismo, en lugar de preservarlo o reforzarlo, ya que la afirmación del mismo se encuentra en abierta tensión con el ideal de una comunidad que se gobierna a sí misma. La persistencia de este presupuesto (la compatibilidad entre el presidencialismo fuerte y una participación popular significativa) constituye, en mi opinión, el principal error del nuevo constitucionalismo regional.
Dado el notorio énfasis que estas nuevas Constituciones ponen en el valor de la participación popular, convendría agregar a lo anterior algunas preguntas. En primer lugar, ¿cómo es posible transformar tales oportunidades e invitaciones a la participación colectiva, en prácticas efectivas? ¿Qué particulares incentivos debieran proveerse, a tales efectos? ¿Cómo fomentar la virtud cívica que la participación política requiere? Y más todavía: ¿qué nuevos foros necesitan las energías cívicas que hoy encallan en instituciones preparadas para disolverlas? ¿Y cómo asegurar que la participación proclamada vaya de la mano de procedimientos de deliberación, transparencia y distribución de la información? ¿Cómo evitar, finalmente, el doble riesgo que aquí se enfrenta, es decir, el de la participación sin deliberación -que abre lugar a la manipulación política- y el de la deliberación sin participación -que crea la amenaza de un gobierno de élites-?
Los interrogantes que abren estas nuevas Constituciones son numerosos, pero en todo caso conviene no acercarse a las mismas con un habitual simplismo. Es cierto que estas reformas insisten en algunos caminos ya probados e infructuosos, pero también lo es que ellas son el trabajoso producto de luchas y aprendizajes de siglos.
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