O jornal argentino La Nación publica no dia 26 de outubro de 2006 matéria sobre a democracia nos países do Cone Sul.
La deuda social del Cono Sur
Por Astrid Pikielny
Sólo para Alfredo Le Pera, veinte años no es nada. Para todos los demás, veinte años son suficientes y alcanzarían, por ejemplo, para analizar el curso de las democracias de la Argentina, Chile y Uruguay, atravesadas hoy por una gran paradoja: la región puede exhibir con orgullo más de dos décadas de regímenes democráticos -en tanto hay continuidad y alternancia-, pero debería dar cuenta también de una desigualdad mayor en algunos casos y casi sin variaciones positivas en otros, en la región con peor distribución del ingreso del mundo.
Pasado el entusiasmo inicial de la ola democrática de los años ochenta, cuando quedaron a la vista las enormes restricciones y dificultades no consideradas en esa etapa inaugural e idílica, estas "nuevas" democracias debieron soportar una larga lista de adjetivos poco alentadores y cada una fue -según el caso, la etapa o el politicólogo- precaria, condicionada, incompleta, imperfecta o delegativa. A diferencia de las democracias europeas afianzadas en un clima de bonanza y prosperidad económica, en los años 80 América del Sur se redemocratizó en un contexto de ajuste económico, retirada del Estado y muy magros avances sociales. Los partidos de gobierno debían acumular poder para "gobernar la emergencia", como afirmaba Juan Carlos Portantiero.
Hoy aquellas democracias ya no tienen coartadas, dejaron de ser "nuevas" y aunque aspiran a la madurez, conservan todavía algunos de aquellos calificativos y confirman lo que a estas alturas es un secreto a viva voz: que los regímenes democráticos, siempre perfectibles y en riesgo, son proyectos inacabados y eternas obras en construcción.
Una prueba de esta fragilidad es que en 1973 tanto Uruguay como Chile -países con una larga y robusta tradición democrática en el continente- experimentaron golpes de Estado que clausuraron por 10 años la democracia oriental, y 17 años la democracia trasandina; a diferencia del caso argentino, ya habituado a democracias cortas e interrumpidas por recurrentes golpes de Estado desde 1930. Aunque el último golpe militar en la Argentina sobrevino en 1976, tres años después que sus vecinos, exhibó en ese lapso menor y a modo de compensación, algunas cualidades excepcionales: la ferocidad de la represión, la extensión de la masacre y la construcción de más de 300 campos clandestinos. Pocos recuerdan que Uruguay tiene alrededor de 250 desaparecidos, de los cuales 170 desaparecieron en la Argentina.
En 1982, la Argentina y Uruguay emprendieron sus respectivas transiciones democráticas. A diferencia del proceso gradualista y pactado de Uruguay, el caso argentino fue por colapso, precipitado por la derrota militar en Malvinas. Mientras los presidentes electos Raúl Alfonsín y Julio María Sanguinetti conducen los destinos de ambos países y la Argentina afronta el Juicio a las Juntas -un hecho histórico e inédito-, el general Augusto Pinochet retuvo el poder en un país en el que, a diferencia de sus vecinos, la economía ya había sido "reorganizada" por una elite técnica competente y al que muchos consideraban un ejemplo exitoso.
En 1989, en plena crisis de la deuda y mientras la Argentina y Uruguay atravesaban el primer recambio presidencial -traumático y anticipado en el caso argentino debido a la hiperinflación y los saqueos-, Chile encaró su transición democrática y Pinochet abandonó finalmente la jefatura de Estado. Aunque permanecieron enclaves autoritarios en toda la institucionalidad y legalidad chilenas, hubo elecciones generales y una coalición de partidos consagró a Patricio Aylwin como el primer presidente de la restauración democrática. Esa coalición victoriosa ganó desde entonces elección tras elección, capaz de producir y ofrecer al electorado chileno distintos tipos de liderazgos -desde Eduardo Frei hasta la actual presidenta Michelle Bachelet-, que garantizaron no sólo estabilidad política y económica, sino un modelo de inserción en el mundo: en los últimos 15 años Chile avanzó en una inserción autónoma en la globalización que lo apartó de América latina.
En todos estos años la experiencia de concertación de alianzas y coaliciones ha sido exitosa tanto en Chile como en Uruguay: después de un siglo y medio de bipartidismo, la asunción presidencial de Tabaré Vázquez en 2004 como candidato del Encuentro Progresista Frente Amplio pone punto final a una historia política disputada exclusivamente por blancos y colorados. En la Argentina el único ensayo de alianza fue, por motivos diversos, un rotundo fracaso y una vez más un gobierno no peronista debió abandonar el poder antes de tiempo, sumiendo al país en una crisis sin igual, que incluyó la sucesión de cinco presidentes en una semana y un brutal descalabro económico y social.
A pesar de las diversas crisis políticas y económicas, y aunque la amenaza militar hoy se ha disipado, otros fantasmas amenazan al régimen democrático: índices de pobreza aun vergonzantes y una desigualdad persistente, que parece desmentir la promesa democrática de la movilidad social ascendente. Basta recordar un dato: a comienzos de los 70, Chile era el segundo país en América latina en la distribución igualitaria del ingreso después de Uruguay, y en 2000 ocupó el segundo puesto en distribución desigual del ingreso después de Brasil.
Las encuestas realizadas por el PNUD en la región dan cuenta hoy de la enorme cantidad de demócratas insatisfechos que entienden que la democracia no implica sólo elegir y ser elegido, sino un modo de organización de la sociedad que permite que sus ciudadanos tengan derechos y estén en condiciones de hacerlos efectivos. Hoy, a diferencia de las décadas anteriores, los ciudadanos no muestran un malestar con la democracia sino un malestar en democracia; que se traduce en demandas que las instituciones democráticas no siempre están en condiciones de canalizar.
"La democracia es, antes que nada y sobre todo un ideal. Sin una tendencia idealista una democracia no nace, y si nace, se debilita rápidamente. Más que cualquier otro régimen político, la democracia va contra la corriente, contra las leyes inerciales que gobiernan los grupos humanos. Las monocracias, las autocracias, las dictaduras, son fáciles, nos caen encima solas; las democracias son difíciles, tienen que ser promovidas y creídas", afirmó Giovanni Sartori. Probablemente tenga razón: la democracia exige esfuerzo, atención, compromiso y movimiento: si no se avanza, indefectiblemente se retrocede.
La deuda social del Cono Sur
Por Astrid Pikielny
Sólo para Alfredo Le Pera, veinte años no es nada. Para todos los demás, veinte años son suficientes y alcanzarían, por ejemplo, para analizar el curso de las democracias de la Argentina, Chile y Uruguay, atravesadas hoy por una gran paradoja: la región puede exhibir con orgullo más de dos décadas de regímenes democráticos -en tanto hay continuidad y alternancia-, pero debería dar cuenta también de una desigualdad mayor en algunos casos y casi sin variaciones positivas en otros, en la región con peor distribución del ingreso del mundo.
Pasado el entusiasmo inicial de la ola democrática de los años ochenta, cuando quedaron a la vista las enormes restricciones y dificultades no consideradas en esa etapa inaugural e idílica, estas "nuevas" democracias debieron soportar una larga lista de adjetivos poco alentadores y cada una fue -según el caso, la etapa o el politicólogo- precaria, condicionada, incompleta, imperfecta o delegativa. A diferencia de las democracias europeas afianzadas en un clima de bonanza y prosperidad económica, en los años 80 América del Sur se redemocratizó en un contexto de ajuste económico, retirada del Estado y muy magros avances sociales. Los partidos de gobierno debían acumular poder para "gobernar la emergencia", como afirmaba Juan Carlos Portantiero.
Hoy aquellas democracias ya no tienen coartadas, dejaron de ser "nuevas" y aunque aspiran a la madurez, conservan todavía algunos de aquellos calificativos y confirman lo que a estas alturas es un secreto a viva voz: que los regímenes democráticos, siempre perfectibles y en riesgo, son proyectos inacabados y eternas obras en construcción.
Una prueba de esta fragilidad es que en 1973 tanto Uruguay como Chile -países con una larga y robusta tradición democrática en el continente- experimentaron golpes de Estado que clausuraron por 10 años la democracia oriental, y 17 años la democracia trasandina; a diferencia del caso argentino, ya habituado a democracias cortas e interrumpidas por recurrentes golpes de Estado desde 1930. Aunque el último golpe militar en la Argentina sobrevino en 1976, tres años después que sus vecinos, exhibó en ese lapso menor y a modo de compensación, algunas cualidades excepcionales: la ferocidad de la represión, la extensión de la masacre y la construcción de más de 300 campos clandestinos. Pocos recuerdan que Uruguay tiene alrededor de 250 desaparecidos, de los cuales 170 desaparecieron en la Argentina.
En 1982, la Argentina y Uruguay emprendieron sus respectivas transiciones democráticas. A diferencia del proceso gradualista y pactado de Uruguay, el caso argentino fue por colapso, precipitado por la derrota militar en Malvinas. Mientras los presidentes electos Raúl Alfonsín y Julio María Sanguinetti conducen los destinos de ambos países y la Argentina afronta el Juicio a las Juntas -un hecho histórico e inédito-, el general Augusto Pinochet retuvo el poder en un país en el que, a diferencia de sus vecinos, la economía ya había sido "reorganizada" por una elite técnica competente y al que muchos consideraban un ejemplo exitoso.
En 1989, en plena crisis de la deuda y mientras la Argentina y Uruguay atravesaban el primer recambio presidencial -traumático y anticipado en el caso argentino debido a la hiperinflación y los saqueos-, Chile encaró su transición democrática y Pinochet abandonó finalmente la jefatura de Estado. Aunque permanecieron enclaves autoritarios en toda la institucionalidad y legalidad chilenas, hubo elecciones generales y una coalición de partidos consagró a Patricio Aylwin como el primer presidente de la restauración democrática. Esa coalición victoriosa ganó desde entonces elección tras elección, capaz de producir y ofrecer al electorado chileno distintos tipos de liderazgos -desde Eduardo Frei hasta la actual presidenta Michelle Bachelet-, que garantizaron no sólo estabilidad política y económica, sino un modelo de inserción en el mundo: en los últimos 15 años Chile avanzó en una inserción autónoma en la globalización que lo apartó de América latina.
En todos estos años la experiencia de concertación de alianzas y coaliciones ha sido exitosa tanto en Chile como en Uruguay: después de un siglo y medio de bipartidismo, la asunción presidencial de Tabaré Vázquez en 2004 como candidato del Encuentro Progresista Frente Amplio pone punto final a una historia política disputada exclusivamente por blancos y colorados. En la Argentina el único ensayo de alianza fue, por motivos diversos, un rotundo fracaso y una vez más un gobierno no peronista debió abandonar el poder antes de tiempo, sumiendo al país en una crisis sin igual, que incluyó la sucesión de cinco presidentes en una semana y un brutal descalabro económico y social.
A pesar de las diversas crisis políticas y económicas, y aunque la amenaza militar hoy se ha disipado, otros fantasmas amenazan al régimen democrático: índices de pobreza aun vergonzantes y una desigualdad persistente, que parece desmentir la promesa democrática de la movilidad social ascendente. Basta recordar un dato: a comienzos de los 70, Chile era el segundo país en América latina en la distribución igualitaria del ingreso después de Uruguay, y en 2000 ocupó el segundo puesto en distribución desigual del ingreso después de Brasil.
Las encuestas realizadas por el PNUD en la región dan cuenta hoy de la enorme cantidad de demócratas insatisfechos que entienden que la democracia no implica sólo elegir y ser elegido, sino un modo de organización de la sociedad que permite que sus ciudadanos tengan derechos y estén en condiciones de hacerlos efectivos. Hoy, a diferencia de las décadas anteriores, los ciudadanos no muestran un malestar con la democracia sino un malestar en democracia; que se traduce en demandas que las instituciones democráticas no siempre están en condiciones de canalizar.
"La democracia es, antes que nada y sobre todo un ideal. Sin una tendencia idealista una democracia no nace, y si nace, se debilita rápidamente. Más que cualquier otro régimen político, la democracia va contra la corriente, contra las leyes inerciales que gobiernan los grupos humanos. Las monocracias, las autocracias, las dictaduras, son fáciles, nos caen encima solas; las democracias son difíciles, tienen que ser promovidas y creídas", afirmó Giovanni Sartori. Probablemente tenga razón: la democracia exige esfuerzo, atención, compromiso y movimiento: si no se avanza, indefectiblemente se retrocede.
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