sábado, 26 de novembro de 2011

Estado de exceção economica permanente










Estado de excepción económica permanente









¿Expertos o políticos? - No solo alarma que se impongan Gobiernos técnócratas, sino que todos los Ejecutivos actúen como tales









JOSÉ MARÍA RIDAO 26/11/2011





















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En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt consideró como "desesperados intentos de escapar a la responsabilidad" las múltiples ideologías que, desde mediados del siglo XIX, pretendieron encarnar "las claves de la Historia". El fantasma del comunismo recorriendo Europa, como después lo harían los del fascismo y el nazismo, eran la referencia implícita en la expresión "múltiples ideologías" que utiliza Arendt. Desmoronado el comunismo y derrotados militarmente el fascismo y el nazismo, se podría pensar que Europa estaba, por fin, libre de fantasmas. Y, sin embargo, durante las últimas semanas uno nuevo habría empezado a recorrerla a consecuencia de la crisis del euro y de la deuda soberana. Primero en Grecia y después en Italia, el fantasma de la tecnocracia ha hecho su aparición. El Gobierno de ambos países, cuya gestión económica ha fracasado, se ha visto desplazado por equipos de especialistas que han contado con el voto mayoritario de los respectivos parlamentos.

































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En regímenes democráticos, la legitimidad se obtiene con eficacia





















No parece que esta política esté conduciendo a la salida de la crisis





















La tecnocracia se entendía en Roma como una medida de excepción





















La dictadura clásica se justificaba en la guerra o en cualquier amenaza





















¿Hay que renunciar a la legitimidad democrática por el pragmatismo?





















La responsabilidad no es de los sabios, sino del saber, de la ciencia que aplican









La fórmula, de apariencia novedosa, evoca a través de inquietantes semejanzas una constelación de respuestas a las situaciones de crisis conocidas y experimentadas desde los tiempos más remotos. En la Roma clásica, el Senado contaba entre sus atribuciones la de nombrar a un dictador para hacer frente a dificultades extraordinarias, como era el caso de la guerra. Se entendía como una medida de excepción vinculada a la situación que debía resolver la dictadura, tras la que el propio sistema político preveía el regreso a la normalidad. Los puntos débiles de este mecanismo tenían que ver no solo con la naturaleza del poder, que entonces y ahora tiende a perpetuarse, sino con la determinación del momento en el que debían considerarse superadas las dificultades extraordinarias y en el que, por tanto, debía cesar la dictadura. En teoría, la determinación de ese momento correspondía al Senado. En la práctica, el dictador disponía de no pocos recursos para hacer que las dificultades extraordinarias se prolongasen y para que, ateniéndose a la lógica estricta del mecanismo, también se prolongase su mandato.





















Carl Schmitt tuvo presente el ejemplo de la dictadura romana para elaborar una de sus más controvertidas tesis jurídicas, con la que el ascenso de Hitler se justificaba como estricta aplicación de la Constitución de Weimar. El dictador clásico, lo mismo que el moderno, tenía en su mano prolongar las dificultades extraordinarias por el simple procedimiento de crear otras nuevas, que presentaba como inevitable solución de las que habían aconsejado su nombramiento. Para poner fin a una guerra, el dictador sostenía que era necesario emprender una segunda que acabase de una vez por todas con la amenaza, lo que obligaba a mantener la dictadura. Y, puesto que acabar con esta segunda guerra podía exigir emprender una tercera, y así indefinidamente, el resultado es que el que destila una experiencia larga de siglos: guerra y dictadura son dos caras de la misma moneda. Hacia el interior la dictadura se justifica por la guerra y, hacia el exterior, la guerra se emprende para justificar la dictadura. Sobre este bucle, que puede establecerse partiendo de la guerra pero también de cualquier otra amenaza, sea el terrorismo o una profunda crisis económica, Carl Schmitt construyó la doctrina del estado de excepción permanente, un sumidero por el que la democracia se precipita voluntariamente en la dictadura.





















La razón de fondo que explica este mecanismo, esta voluntaria transformación de la democracia en dictadura, guarda una estrecha relación con la legitimidad que funda en última instancia el poder político. El Senado de Roma que daba la orden de instaurar una dictadura, al igual que el parlamento que declara un estado de excepción como los que teorizó Carl Schmitt, parten del sobrentendido de que su legitimidad y la del Gobierno al que confieren el poder es una y la misma. En realidad, a la legitimidad inicial se añade subrepticiamente otra que es la que acaba fagocitando a la primera. En el caso de los regímenes democráticos que otorgan el poder a un Gobierno de excepción para hacer frente a dificultades extraordinarias, esa otra legitimidad es la eficacia en la consecución del objetivo para el que ha sido nombrado. Si las dificultades a las que tiene que hacer frente el Gobierno de excepción es, por ejemplo, una guerra, el general que lo dirija como especialista en el arte militar obtiene su legitimidad inicial del respaldo que ha recibido del parlamento. Pero a esa legitimidad inicial va añadiendo otra que deriva del hecho de que sea capaz de conducir el país a la victoria, y ahí es donde el régimen democrático se adentra en una zona de riesgo. Si el general es derrotado, su Gobierno cae con él y también el régimen democrático que le concedió el poder. Pero en el supuesto de que consiga la victoria, la legitimidad democrática corre el peligro de quedar devaluada frente a la legitimidad de haber ganado la guerra, frente a la legitimidad del vencedor, del hombre providencial.





















Aunque cargado de menos dramatismo, el argumento sigue siendo válido si, en lugar de una guerra, las dificultades extraordinarias que toma en consideración un parlamento para conceder el poder a un Gobierno de excepción son económicas. Si el Gobierno de excepción fracasa contra la crisis, es el régimen democrático el que fracasa. Pero si logra resolverla, la legitimidad democrática puede convertirse a partir de ese momento en un prejuicio de puristas, en un ensueño benéfico que no resiste el contraste con la realidad y al que conviene renunciar en nombre del pragmatismo o del sentido común. Es precisamente eso, el pragmatismo, el sentido común, o por mejor decir, el espejismo del pragmatismo, del sentido común, lo que ha hecho de la República gobernada por los filósofos, por la aristocracia de los sabios, una tentación irresistible desde los tiempos de Platón, a la que en España sucumbió Ortega lo mismo que, en Italia, Mosca y Pareto. Como también han sucumbido, en fechas más recientes, quienes trataron de justificar algunas dictaduras latinoamericanas, como la de Augusto Pinochet en Chile, por los éxitos económicos alcanzados bajo la influencia de los académicos de la Escuela de Chicago.





















Sabios de la guerra en el pasado o sabios de la economía en el presente, sabios, en fin, de cualquier sabiduría, cuyas decisiones no están inspiradas por el objetivo de arbitrar intereses diferentes y legítimos, que es el sentido último de la política democrática, sino por un saber, por una ciencia que solo obedece a sus propias leyes y para la que la realidad, incluida la realidad social, compuesta por individuos libres, no pasa de ser un simple campo de experimentación. Si el saber, si la ciencia que aplican los Gobiernos de excepción, los sabios de cualquier sabiduría que gobiernan la República de Platón, exige esfuerzos sobrehumanos, si justifica un sufrimiento que haría retroceder de espanto a cualquier dirigente democrático, la responsabilidad no es de esos Gobiernos, no es de esos sabios, sino del saber, de la ciencia que aplican. Cuando, en Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt considera como "desesperados intentos de escapar a la responsabilidad" las múltiples ideologías que, desde mediados del siglo XIX, pretendieron encarnar "las claves de la Historia", ¿a qué se estaba refiriendo sino a esos Gobiernos cuyas decisiones no están inspiradas por el objetivo de arbitrar intereses sociales diferentes y legítimos, sino por un saber, por una ciencia que solo obedece a sus propias leyes?





















Lucas Papademus en Grecia, y Mario Monti en Italia, pueden tener, como sin duda tienen, intachables credenciales democráticas. Pero no es seguro que ni siquiera dos dirigentes con esas credenciales estén en condiciones de garantizar que el procedimiento que les ha aupado al Gobierno no acabe desencadenando el bucle que conduce al estado de excepción permanente que teorizó Carl Schmitt; en este caso, a un estado de excepción económica permanente. Porque, si se demoran los resultados de las medidas contra la crisis inspiradas por su saber, por su ciencia, las dificultades extraordinarias por las que ahora los han investido los respectivos parlamentos serán aún más extraordinarias después, y la prolongación del mandato de sus Gobiernos tecnocráticos sería una respuesta consecuente. La prolongación del mandato con ellos al frente o sustituyéndolos por otros tecnócratas, por otros sabios, pero, en cualquier caso, convalidando un estado de excepción en el que podría resultar más fácil instalarse de modo permanente, al menos mientras dure la crisis, que emprender la marcha atrás, reconociendo el fracaso del sistema democrático para combatirla y abriendo la caja de Pandora de arbitrismos y populismos.





















Las recientes elecciones en España han concedido una amplia mayoría al Partido Popular, que controla, además, la práctica totalidad de las Autonomías y de los Ayuntamientos de las grandes ciudades. La legitimidad democrática que le otorgan estos resultados es más que suficiente para enfrentarse a la crisis económica, y así lo ha reconocido su propio líder, Mariano Rajoy, ya presidente electo, al declararse abiertamente en contra de la formación de un Gobierno tecnocrático. Pero el peligro en estos momentos no es solo que se imponga esa fórmula como en Grecia e Italia, sino también que los Gobiernos democráticos actúen o se vean obligados a actuar como si fueran tecnocráticos. Lo harían si olvidasen que su acción debe estar inspirada, ahora más que nunca, ahora más, mucho más que en los tiempos de prosperidad, por el objetivo de arbitrar intereses sociales diferentes y legítimos, no por un saber, por una ciencia que solo obedece a sus propias leyes y que exige esfuerzos sobrehumanos y justifica todos los sacrificios.





















La política económica de cortos vuelos impuesta por la Unión Europea a los países más expuestos a la crisis del euro y la deuda soberana está obligando, en último extremo, a que los Gobiernos democráticos actúen como si fueran tecnocráticos y, en definitiva, a que en Europa se establezca, con o sin declaración expresa, un estado de excepción económica permanente. A juzgar por los resultados obtenidos hasta el momento, no parece que esa política esté conduciendo a la salida de la crisis del euro y de la deuda soberana. Más parece estar degradando las instituciones democráticas de los países más expuestos, humillando a los diversos Gobiernos nacionales salidos de las urnas y haciendo de la Unión un monstruo político que genera sufrimiento y desafección, no prosperidad y libertades. De persistir en la misma dirección, el fantasma de la tecnocracia que ha empezado a recorrer Europa podría tener efectos tan amargos, tan devastadores como los demás fantasmas que le precedieron.



















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