sábado, 7 de agosto de 2010

O que é a democracia

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La calidad de la vida democrática
ENRIQUE GIL CALVO 07/08/2010


Qué, cómo y por qué aumenta la degradación de la salud del sistema democrático

Desde hace tiempo, los barómetros del CIS demuestran que a los españoles les preocupa casi tanto la calidad democrática de vida como el nivel económico de vida. Si los dos primeros lugares del ranking de problemas percibidos están ocupados por el paro y la crisis, el tercer rango lo ocupa "la clase política". Pero tampoco en esto es España ninguna excepción. En realidad, por todo Occidente predomina la misma visión negativa sobre el estado de salud de nuestras democracias, con pocas variaciones entre un clima nórdico, anglosajón y germánico algo menos pesimista que nuestro sur latino mediterráneo (Francia, España, Italia

Los tres grandes retos del Estado del bienestar
Gösta Esping-Andersen y Bruno Palier

Traducción de Pau Joan Hernández

Ariel. Barcelona, 2010

126 páginas

23 euros

Cultura de la legalidad. Instituciones, procesos y estructuras
Manuel Villoria Mendieta y María Isabel Wences Simón (editores)

Los Libros de la Catarata. Madrid, 2010

264 páginas

17 euros

La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad y proximidad
Pierre Rosanvallon

Traducción de Heber Cardoso

Paidós. Barcelona, 2010

317 páginas

28 euros.

Pensar institucionalmente
Hugh Heclo

Traducción de Albino Santos Mosquera

Paidós. Barcelona, 2010

350 páginas 22 euros


Enrique Gil Calvo


Otro gran problema de las democracias actuales es el ascenso de los delitos de cuello blanco, tantas veces facilitados por la tolerancia o el encubrimiento
...), área que se lleva la palma en materia de descrédito y desconfianza sobre la calidad de la democracia.

¿A qué factores cabe atribuir este síndrome de alienación democrática, que se manifiesta por una aguda crisis de desconfianza hacia nuestras respectivas clases políticas? Hace poco comenté aquí el reciente diagnóstico de Manuel Castells (Comunicación y poder, Alianza, Madrid, 2009), que culpa a los medios como desencadenantes de la crisis de la democracia, dado el clima de crispación propiciado por el fuego cruzado de informaciones escandalosas. Una visión que resulta muy común, pues todos hemos incurrido en el error de perspectiva de matar al mensajero, culpando a la clase mediática de los desmanes de la clase política. Pero más allá del crispado debate de la confrontación política, lo cierto es que la realidad de nuestras democracias deja mucho que desear, frustrando amargamente las expectativas que los ciudadanos nos creemos con derecho a abrigar. Pues lo más indignante es que mientras los políticos se pelean ante las cámaras de televisión, los problemas reales de los ciudadanos siguen sin resolverse. ¿Cuáles son los verdaderos males que degradan nuestra calidad de vida pública? ¿Cómo explicar las deficiencias y los fallos de la democracia realmente existente? He aquí algunos libros recientes que exploran sus causas ocultas o últimas, investigadas a diferentes niveles de profundidad.

Una primera visión de tipo infraestructural nos la proporciona Gösta Esping-Andersen, el sociólogo danés hoy afincado en la universidad catalana que, a partir de su célebre libro Los tres mundos del Estado del bienestar (1990), pasa por ser la primera autoridad científica en el análisis del llamado modelo social europeo. Algo que resulta determinante para el problema que nos ocupa, pues la calidad del nivel de vida ejerce un efecto directo sobre el nivel de calidad de la democracia, entendida como régimen garante de los derechos universales. De ahí la importancia del Estado de bienestar, encargado de proteger los derechos sociales de los ciudadanos. Y si estos se encuentran insatisfechos con la democracia es también porque consideran que sus derechos no se están viendo reconocidos como debieran. Pues bien, en esta línea, el último libro de Esping-Anderson (que compila un ciclo de tres conferencias pronunciadas en París, presentadas por el investigador del CNRS Bruno Palier) identifica los tres peores agujeros negros que amenazan el futuro del modelo social europeo: la creciente incapacidad femenina para ejercer el derecho a formar familia, la creciente desigualdad de oportunidades educativas entre los jóvenes y la creciente incapacidad social para garantizar una vejez digna.

Además de la dificultad para ejercer los propios derechos, el otro gran problema de las democracias actuales es el preocupante incremento de las violaciones de la legalidad, y no me refiero tanto a la criminalidad organizada (mafias, terrorismo global, etcétera) como al rampante ascenso de los delitos de cuello blanco, tantas veces facilitados por la tolerancia o el encubrimiento de la clase política: clientelismo, corrupción, fraudes, evasión de impuestos y capitales, economía negra o sumergida, etcétera. Una evidente vulneración de la legalidad que además parece haberse acelerado como efecto extraordinario de la crisis financiera occidental. Y lo peor no es eso, pues aún resulta más preocupante el clima de impunidad, resignación y tolerancia social con que semejante ascenso de la ilegalidad es contemplado por la ciudadanía como si fuera una fatalidad inevitable. Algo muy peligroso, pues a partir de autores como O'Donnell (Disonancias, Paidós, Prometeo, Buenos Aires, 2007) o Morlino (Democracias y democratizaciones, CIS, Madrid, 2009), cabe sostener que la violación del imperio de la ley es quizás el factor más corrosivo de la calidad democrática.

De ahí el interés del libro compilado por Manuel Villoria (uno de nuestros primeros expertos en corrupción política, corresponsable de la sección española de Transparencia Internacional), que enfoca la cuestión no tanto desde el punto de vista de las subculturas delincuentes como al revés: desde la óptica de la ausencia (el déficit o al menos la debilidad) de una tan necesaria como imprescindible cultura de la legalidad. A diferencia de las democracias de religión protestante, donde se tiene a gala el cumplimiento de las leyes, en las democracias católicas, por el contrario, se hace ostentación del incumplimiento normativo, como si cumplir la ley fuera cosa de pardillos incapaces de evitar hacer el primo. Y para construir esa cultura de la legalidad sin la cual no hay calidad democrática posible, el libro compilado por Villoria explora sus diversas dimensiones señaladas por autores como el citado O'Donnell: rendición de cuentas (accountability), transparencia, autoridades reguladoras, códigos de buen gobierno, etcétera.

A partir de aquí accedemos a un nivel superior de abstracción, como es la progresiva pérdida de legitimidad que aqueja a nuestras democracias. De las cinco dimensiones de calidad democrática defini-das por Morlino, libertad, igualdad, legalidad, responsabilidad y legitimidad, esta última es la más difícil de definir y analizar. A ello le dedica un extenso y denso libro Pierre Rosanvallon, catedrático de filosofía política en el Colegio de Francia. Parte de una constatación: las democracias poseen una doble columna vertebral, los cuerpos de representantes políticos, elegidos partidistamente por los ciudadanos, y los cuerpos de administradores públicos, elegidos imparcialmente por tribunales especializados. Pero ambas corporaciones, la de políticos y la de funcionarios, están igualmente deslegitimadas por su pérdida del crédito y la confianza de los ciudadanos. ¿Y cómo pueden recobrar su legitimidad perdida? No como hacen hoy, entregándose al uso y abuso de las técnicas del marketing mediático y empresarial, sino sometiéndose a los tres principios enunciados por el subtítulo del libro.

La imparcialidad procede de aquellas autoridades independientes, en tanto que no electas, cuya función es exigir responsabilidades legales (como en O'Donnell y Morlino: accountability, rendición de cuentas) tanto a políticos como a funcionarios. La reflexividad alude al supremo valor jurisdiccional que deben garantizar tribunales como el Constitucional y otros organismos análogos, encargados de trascender el poder normativo y constituyente, emanado de la voluntad popular, para articularlo de forma racional y coherente. Pero si estos dos primeros principios (imparcialidad y reflexividad) aluden a la dialéctica entre democracia y legalidad, el tercero (proximidad) se refiere a la relación entre los ciudadanos (o la sociedad civil) y los poderes públicos (ejercidos por políticos y funcionarios). Es la parte más interesante del libro, donde Rosanvallon cuestiona la vigente metodología generalista y homogeneizadora para proponer un modelo basado en la personalización, la singularidad localizada y la interacción reticular. Todo ello mediado por los medios informativos, creadores de la realidad percibida, cuya interferencia potencialmente perversa podría ser salvada, según Rosanvallon, por comisiones tripartitas constituidas caso por caso entre políticos, funcionarios (o técnicos) y periodistas.

Finalmente, queda el sustrato más profundo del que surge la degradación democrática, manifestada por la desarticulación de su tejido institucional, erosionado por la rapacidad oportunista del homo economicus. Es la denuncia que formula Hugh Heclo (un pensador estadounidense de tradición metodista cuya obra también se ha centrado en la filosofía política), pues si las instituciones se ven cada vez más deslegitimadas y desautorizadas por la desconfianza ciudadana es porque sus miembros personales actúan con racionalidad individualista en lugar de hacerlo con racionalidad institucional. Una denuncia paralela a la que otros autores formulan contra el declive del capital social y la confianza pública, que redefine la calidad de la vida democrática en términos de un problema de acción colectiva. Pero diagnosticar acertadamente la enfermedad dista mucho de hallarle remedio, y para ello el moralismo de Hugh Heclo no sirve de mucho.

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